Nace el 22 de junio de 1818 en San Miguel el
Grande (Allende), en el estado de Guanajuato. Es un ícono del liberalismo
mexicano; su credo político y sus causas parecen genéticos, pues desde pequeño
se familiarizó con los principios liberales sustentados por su padre, el
mestizo Lino Ramírez, viejo militante del partido federalista.
Al llegar a la Ciudad de México, estudió en varios
colegios; destaca entre ellos el de San Gregorio, dirigido por Juan Rodríguez Puebla –protector de los
indígenas-, quien influyó de manera importante en su manera de pensar. De allí
viene su convicción de velar por los derechos de los más vulnerables.
Convicción que lo acompaño por el resto de sus días y que fue transmitida a sus
discípulos.
En 1837, para ingresar a la Academia de San Juan de
Letrán, asociación literaria fundada por los hermanos Lacunza, en la que se
debatían los temas de importancia social para aquella época, pronuncio un
discurso llamado:
“No hay Dios; los seres de la
naturaleza se sostienen por sí mismos”
La intervención de Ramírez estuvo a punto de ser
rechazada en el momento que pronuncio el nombre de su discurso, ya que muchos
de los intelectuales y políticos pertenecientes a la Academia eran
conservadores, sin embargo, no podían negar la inteligencia y pasión de aquel
joven, por lo que fue aceptado, y quizá fue desde ese momento cuando empezó a hacer
historia, tal vez desde aquel instante los intelectuales intuyeron el legado
que dejaría al país.
“No hay dios”
fue aseveración que sacudió las conciencias no solo del siglo XIX, sino que se
prolongó al siguiente, cuando Diego Rivera pintó el mural “Tarde de un domingo
en la Alameda”, donde aparecía Ignacio Ramírez sosteniendo un cartel donde
estaba las frase "Dios no existe".
El fresco fue
objeto de agresiones por parte de estudiantes católicos quienes realizaron
manifestaciones para expresar su indignación. Lo que provoco que el mural
permaneciera oculto por nueve años hasta que el autor sustituyo la frase por
“Conferencia en la Academia de Letrán el años de 1836".
Ramírez asumió el papel que el destino le asigno, sin más
respeto que el de sus convicciones; valiente contra instituciones conservadoras
y tradicionalistas, y personajes que reaccionaron con persecución y cárcel;
infatigable, sin más descanso que la esperanza de cambiar las condiciones de su
tiempo.
La mejor arma de Ramírez fue la pluma con la que escribió
sus textos. En compañía de otros jóvenes liberales, creó un periódico irónico,
crítico y filosófico llamado Don Simplicio. Donde proclamaría los principios de
una revolución económica, social y política.
Fue en la presentación del primer
número de Don Simplicio, donde aparecería por primera vez el seudónimo de
Ignacio Ramírez, así como el de sus compañeros.
Los
conservadores se opusieron a Don Simplicio y lo confrontaron
mediante el periódico El Tiempo —dirigido por Lucas
Alamán— logrando obtener la cancelación de su publicación y el encarcelamiento
de sus colaboradores, el cual fue ordenado por Mariano Paredes. En 1846 se
reanudó la publicación de Don Simplicio, la cual fue interrumpida
nuevamente en 1847.
La Iglesia no
escapó de la ironía de Ignacio Ramírez; su instinto y su ateísmo se notó en sus
primeras publicaciones: “Nosotros los trabajadores decimos a los propietarios
de bienes raíces espiritualizados: vuestra pobreza evangélica según El Tiempo,
apenas posee la tercera parte de la república; pero ¿no pudiéramos lograr la
gloria a menor precio?”
Nunca perdió oportunidad de beneficiar a los más
necesitados; cuando elaboró, en 1847, la Ley de Educación para el Estado de
México, en ella se establecía que cada municipio enviase al Instituto Literario
a un joven pobre, inteligente y de preferencia indígena, para realizar sus
estudios.
El Nigromante,
tuvo gran fama por su participación política, sus actividades periodísticas
pero, sobre todo, por una vocación natural de transmitir sus conocimientos a
los jóvenes por quienes era admirado, impartió en la cátedra de Derecho, que
era su especialidad.
Siempre utilizó
la argumentación como herramienta para sostener aseveraciones irrefutables; su
razonamiento lo llevaría a prisión, lo que le abriría las puertas del éxito
como abogado, legislador, orador, servidor público, juez y ministro, ya que se encargo de
su propia defensa, demostrando, de nuevo, lo que su pasión por el derecho podía
lograr.
La elaboración
de la Constitución de 1857 representó para El Nigromante la oportunidad de
plasmar sus ideas y defenderlas con argumentos que lo hicieron trascender en la
historia de nuestro país como un defensor de los derechos humanos, un
republicano y un eminente constitucionalista.
El 16 de octubre
de 1856, acerca de los partidos y la forma de gobierno señaló:
“Se teme a la exaltación de los partidos, es decir, se
teme siempre a la acción del pueblo, y este miedo ha de hacer que sucumba al
fin toda idea republicana y se acepte la monarquía absoluta para que el pueblo
no tenga más que hacer que obedecer en calma”.
Se pronunció en
contra del Senado como revisor de las leyes alegando que se buscaba un poder
superior a los representantes del pueblo, y en caso de admitir dicha revisión
era preciso que la ejerciera un cuerpo más popular, mucho más numeroso que la
Cámara de Diputados. Para Ignacio Ramírez, el Senado no hacía más
que entorpecer la labor legislativa.
El 22 de junio de
1953, el Estado de México aprobó una iniciativa de decreto para declarar a
Ignacio Ramírez hijo adoptivo y predilecto de esta entidad, a lo que contribuyó
su arraigo en Toluca en donde contrajo matrimonio y desempeñó con singular
capacidad y emoción la cátedra de Derecho, desde donde forjó una destacada
generación de liberales.
Ignacio Ramírez “El Nigromante”, muere el 15 de junio de 1879, en la
ciudad de México.
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